Sobre El diablo Arguedas de Betina Keizman, por María José Punte

“Nunca pensé encontrarme con el diablo / tan vivo y sano como vos y yo”. Eso cantaba la banda Serú Girán en la voz de David Lebón en el tema “Encuentro con el diablo” del álbum Bicicleta (1980). En la novela de Betina Keizman el diablo se hace presente con una apariencia algo menos lozana. Como para que tengamos una idea de cuál podría ser su aspecto, la figura contemporánea del zombi sale al rescate porque permite hacer visible su vinculación directa con lo escatológico: el diablo, más que alguien que transita entre los seres vivos, es uno de los encargados de administrar la muerte, con sus vicios inherentes, pero también con sus posibles ventajas. Lo insólito de este diablo es que elige encarnarse en un cuerpo con prosapia literaria, el del escritor y poeta peruano José María Arguedas (1911-1969). No es tanto su trayectoria como hombre de letras lo que interesa al diablo; tal vez sea el hecho de haberse suicidado el dato que lo atrae del personaje. O cierto aire de dandy que conviene a una estampa diabólica que se precie: más allá de la mala prensa que el diablo pueda tener, es sabido que la elegancia se cuenta entre una de sus marcas identitarias. De todos modos, al diablo Arguedas lo encontramos ya algo arrugado y despeinado, algo avejentado. Cada tanto se le desprende una sombra del costado, una silueta femenina a la que el texto llama “Argada”, y que sale, al igual que la Eva bíblica de la costilla, para hacer de las suyas. Funciona como una forma de su subconsciente, que logra materializar figuraciones de la fantasía al mejor estilo de las pinturas de Jerónimo Bosch, alias El Bosco (1450-1516). Estos adláteres son quienes se encargan de cumplir con la función destructiva que pone el mundo patas para arriba, no sin una cuota de humor y de desparpajo adolescente.

El diablo Arguedas se apersona en una ciudad que evoca ligeramente a Santiago de Chile, pero que bien podrían ser Buenos Aires o Bogotá o Lima. Una urbe latinoamericana de un presente distópico, un mundo que ya atravesó una pandemia (la HB32) de la que quedan algunas secuelas, y en donde el territorio se encuentra dividido en zonas fuertemente sectorizadas. Cambiar de un sector a otro implica un salto social hacia arriba o hacia abajo, de ahí que la presencia del diablo adquiera un sentido muy material, a pesar de su evidente ubicuidad. Qué mejor escenario para el deambular de un diablo que una sociedad precarizada, llena de personajes suspicaces que trabajan (y con razón) a desgano, cuya creatividad está puesta al servicio de la corrupción aplicada a la vida cotidiana en pequeña escala. Nada es grandilocuente ni espectacular en ese universo. Resulta verosímil, entonces, que el diablo parezca sentirse cómodo en su rol de mendigo o de tío arrumbado en el sótano de una peluquería de barrio.

Este diablo tampoco es tan seductor ni versado como el de la canción de Serú Girán. No es un diablo (ni un jefe, ni un sabio) interesado en saber qué piensan sus interlocutores sobre la propia situación. Incita a la confesión, como una versión degradada del psicólogo. Aparece como si hubiera vuelto a una vida de la que hace un uso vicario, sin recordar del todo para qué está ahí, ni por qué. Oscila entre una amnesia que le hace llevarse con inquietud el dedo índice a la cicatriz de la bala que reconoce en la sien, y una clara consciencia de su misión en ese lugar. Los momentos de olvido que parecen arrastrarlo hacia derivas propias de quien está llevando adelante una aventura jovial, como de jubilado que empieza a disfrutar de una nueva etapa tras su liberación de la rutina impuesta por el trabajo de años, son la contracara de una memoria que reaparece con la tenacidad de quien, en realidad, nunca deja de trabajar en lo que maneja de manera más eficiente: su oficio de traficar almas. Este diablo parece encantado con un descubrimiento que le abre nuevas dimensiones del conocimiento, internet, a la que se hace referencia en el texto como “la Buena Respondedora”. Es un diablo zombi interesado por este innovación tecnológica que le permite no solo llenar sus horas de ocio, sino también ir armando un recorrido textual paralelo mediante las “Notas diablas”. Diablo reflexivo y desvalido, metódico y parco.

Pero, ¿Por qué llega? ¿Quién lo invoca? Obviamente, solo pudo haber sido Irene, la dueña de la peluquería, mujer desdeñosa, migrante exitosa que lleva adelante su pequeño emprendimiento con disciplina y rencor. Sus aspiraciones de ascenso son la guía estrecha mediante las que busca orientar sus no resueltos objetivos en la vida. Hay algo del orden del caos que ingresa en la línea planificada del avance económico y social que parece dirigir sus acciones. Por eso es que duda tanto en aceptar el supuesto pacto con el diablo. ¿Para qué lo llamó? ¿Para acceder al preciado sector A de la ciudad e instalar allí una peluquería de lujo? ¿Para deshacerse de sus posibles contrincantes? ¿Lo llamó, o simplemente este diablo se le apareció como una oportunidad a la que resulta difícil despreciar? La peluquería como un laboratorio social en donde se genera la intimidad del trato local, barrial, mediante el intercambio entre una clientela fiel y las especialistas en un servicio centrado en la laboriosidad que exige la belleza corporal. El espacio de la peluquería vuelve a ser un microcosmos muy ligado a la producción de feminidad, pero más que en sus espejos y sus focos rutilantes, el texto se concentra en los bajofondos y en las zonas fronterizas, como esa vidriera profanada por el mendigo, el intermediario del diablo, a la que primero ensucia con mierda para terminar destruyendo. Lo abyecto emerge constantemente, no porque lo diabólico es –o debería ser– aquello que tendimos a identificar con lo feo, lo sucio, lo malo.

Luego de un mes de alojar al diablo o perro o lobo, Irene se pregunta por las razones que le hicieron bajar la guardia y aceptarlo: “Vaya a saber por qué una decide lo que decide. Arriesga una conjetura: zombi, diablo o Arguedas, lo alojó por puro capricho. De nada vale engañarse, las razones son una especie de mala hierba que progresa con un fin: encubrir decisiones antojadizas” (20-21). Sin embargo, deberá reconocer que la tentación entra bajo una forma susurrante y se desliza sin ser percibida. Al final, poco a poco, su deseo va tomando forma. Y es que, finalmente, el diablo sabe hacer su trabajo, que consiste en negociar, en descubrir lo que el otro quiere y entregarlo a un precio justo. El problema, cono constata finalmente el diablo Arguedas, no radica en ningún tipo de pacto diabólico: son los deseos los que “despeinan la existencia”. El deseo cumplido no es responsabilidad del diablo a cargo, porque los deseos tienen vida propia; son solo el comienzo de algo cuyo despliegue resulta difícil de prever, incluso para un diablo. El deseo no es una flecha, concluye este diablo. Es una espiral. Es una onda, una difracción. Es una forma palpitante, como el corazón o el hígado.

Con su habitual prosa seca y precisa, rica en imágenes sin ser barroca, Betina Keizman nos conduce nuevamente a mundos que parecen improbables, pero que se encuentran a la vuelta de la esquina. Tras el alivio de no reconocerlos del todo, nos acecha de improviso la certeza de comprender que estamos ya viviendo inmersos en ellos. Sin grandilocuencia, el diablo nuestro de cada día se traspapela hasta en los movimientos más nimios de los cuerpos que habitamos, provocando esa confusión entre objetivos y deseos, entre el espejismo y el desierto.

María José Punte

Buenos Aires, EdM, febrero 2023