Leer a Alberdi, por Alcides Rodríguez.

El pensamiento de Juan Bautista Alberdi vuelve a ser invocado para legitimar proyectos y objetivos de un gobierno surgido ciento setenta y un años después de la publicación de su libro más célebre.  

“Sin que se pueda decir – escribía Juan Bautista Alberdi en Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina – que hemos vuelto al punto de partida… nos hallamos como en 1810 en la necesidad de crear un gobierno argentino, y una constitución que sirva de regla de conducta a ese gobierno”.  Tres meses después de la victoria de Urquiza y su Ejército Grande en la batalla de Caseros, Alberdi ofrecía su libro como hoja de ruta para lograr la organización constitucional del país y llevarlo, de una buena vez, por los andariveles de la civilización y el progreso. Desde el vamos Alberdi planteaba que ninguna de las experiencias constitucionales rioplatenses previas debía ser imitada. Las analizaba de manera característica, siempre teniendo en cuenta el contexto general de la época, que era el de la lucha por la independencia y la consolidación de la libertad exterior del país. Eran otras urgencias, se trataba de acabar con la dominación política europea en el continente, el énfasis estaba puesto en la libertad y la igualdad de los americanos. Los legisladores no podían detenerse a pensar en cuestiones como riqueza, industria o progreso material. “Tenían razón – aprobaba Alberdi – comprendían su época y sabían servirla”. 

También analizaba la conveniencia o no de seguir el ejemplo de las revoluciones que habían influido en la emancipación americana. La revolución francesa no era una opción, porque sus textos constitucionales servían a todas las libertades, menos a la de comercio. La revolución estadounidense tampoco: incluía leyes proteccionistas para su marina y su industria. La Argentina no necesitaba proteccionismos de ningún tipo, porque le faltaba casi todo para impulsar su progreso material. Le faltaba capital, infraestructura, industria, población. Lo único que le sobraba era tierra. América ya había consolidado su independencia política, el momento favorecía su articulación económica con Europa: una tenía lo que la otra necesitaba, y viceversa. Para Alberdi el libre comercio era el camino evidente, la conclusión caía por su propio peso. La construcción de la nación tenía que ir al compás de su desarrollo económico mediante su incorporación al mercado mundial. Porque el progreso material traería otro, mucho más deseable: la civilización. Nunca se debía perder de vista que ése era el verdadero objetivo, llevar el país independizado hacia el estadio final del desarrollo humano en todo sentido. La época era diferente y el legislador debía saber servirla.

Hace casi dos meses el gobierno nacional envió al Congreso un megaproyecto de ley con propuestas de reforma distribuidas en 664 artículos. Si bien se fundamentaba en la necesidad de adoptar medidas de emergencia para “consolidar la estabilidad económica” del país, los alcances de la llamada ley ómnibus eran mucho más vastos: lograr, ni más ni menos, un cambio general del régimen económico y político de la Argentina. Se trataba de liberar de manera plena la economía, quitándole al Estado toda posibilidad de intervención o regulación. La ley preveía un fuerte achicamiento de la estructura estatal y una disminución drástica el déficit fiscal. Daba al Ejecutivo la facultad de endeudar al país todo lo que juzgara necesario, sin control ni supervisión, privatizar la totalidad de empresas públicas, o eliminarlas en caso de no lograrlo, suprimir los organismos de investigación científica y tecnológica, y someter áreas como salud, educación, vivienda y alimentos a una estricta lógica mercantil, sin ninguna clase de restricción. Para cumplir con semejante programa de transformaciones se pedía, en el primer punto de la ley, la delegación al Ejecutivo de facultades legislativas extraordinarias en todos los aspectos de la vida económica y social, fiscal, financiera, previsional, sanitaria, tarifaria, energética, de defensa, de seguridad, por dos años, con la posibilidad de prorrogarlas por otros dos, hasta completar el mandato presidencial. En una palabra, con esta ley, cuyo nombre era Bases y puntos de partida para La Libertad de los Argentinos, el Ejecutivo pedía tener las manos libres para transformar de manera radical el país, sus leyes, su estructura socioeconómica, sin discusión parlamentaria ni social. No logró pasar por el Congreso.   

Cuando Alberdi discutía el sistema republicano para la futura Nación Argentina pensaba, una vez más, desde su comprensión del contexto. La inexistencia de un Estado Nacional como punto de partida, la tensión y el conflicto constante entre las provincias, sobre todo entre Buenos Aires y las demás, exigían concentrar poder en las manos del Ejecutivo, mucho más que el admitido por el diseño de una democracia liberal moderna. Por eso Alberdi rechazaba, una vez más, el modelo estadounidense, inclinándose por el modelo chileno, que planteaba un Ejecutivo más fuerte que el Legislativo y el Judicial. Un Ejecutivo capaz de imponer orden sin pasar por los otros poderes, habilitando así el progreso material y social del país. Esta república sin equilibrio entre poderes, la República Posible, estaba llamada a crear una Argentina rica y civilizada. Alcanzado el objetivo se la debía dejar de lado para instituir la República Verdadera, una democracia liberal con real equilibrio de poderes, tal como lo señalaba la teoría. No hace falta decir que un Ejecutivo que reuniera en sus manos facultades legislativas y judiciales era inadmisible en ella.    Que el título de la ley ómnibus aluda al libro de Alberdi responde al deseo de legitimar los proyectos del gobierno con la figura de uno de los máximos intelectuales del siglo XIX argentino. Invocando un ideal de libre mercado elevado a la categoría de religión, el gobierno está diciendo que se propone refundar el país, su economía y su sociedad. “El capitalismo de libre empresa – ha dicho el presidente en el foro de Davos -, como sistema económico, es la única herramienta que tenemos para terminar con el hambre, la pobreza y la indigencia, a lo largo del planeta… Gracias al capitalismo de libre empresa, hoy el mundo se encuentra en su mejor momento. No hubo nunca, en la historia de la humanidad, un momento de mayor prosperidad que el que vivimos hoy. El mundo de hoy es más libre, más rico, más pacífico y más próspero, que cualquier otro momento de la historia”. Muy pocos habrían estado en desacuerdo con estas palabras en la Argentina de 1852. Sólo Sarmiento habría puesto el grito en el cielo en el terreno de la educación pública, las bibliotecas y la ciencia. Es una obviedad decir que el mundo de 2024 es diferente. Una de las características de la sociedad internacional actual es su heterogeneidad y fragmentación. Es un hecho que la hegemonía de las potencias del Atlántico Norte cede terreno frente al surgimiento de poderosas potencias regionales y nuevos bloques de poder. El ascenso de China y su creciente capacidad de motorizar la dinámica de la economía mundial reconfigura el proceso de globalización de manera inevitable. Es un mundo multipolar, de proteccionismos, de disputas inter-hegemónicas que se dan en lo político, comercial, financiero, militar y tecnológico. Y sigue siendo, además, un mundo de grandes conglomerados y empresas globalizadas, con posición monopólica u oligopólica en el mercado a nivel mundial, regional y local. Un mundo en el cual un país como Argentina, con su eterno potencial primario, es presa codiciada. Una realidad que está lejos, muy lejos, del primitivo sistema de capitalismo de libre empresa propio de la época de Alberdi. Y de Marx. Ese capitalismo que durante la segunda mitad del siglo XIX terminó cediendo su lugar a otro asociado al imperialismo europeo y a los grandes trusts industrial-financieros. Un proceso que el último Alberdi llegó a ver, pero ya no a comprender, como se vislumbra en las páginas de El crimen de la guerra. Aun así, con errores y aciertos Alberdi fue un liberal que nunca cejó en el esfuerzo por entender la realidad del mundo, en su afán de proponer caminos para el desarrollo de una Argentina independiente. Porque por extraño que pueda parecer a algunos, nunca dejó de pensar en la verdadera independencia política y económica del país. En sus Memorias se enorgullecía de haber estado sentado en el regazo de Belgrano cuando era niño. Al igual que el resto de los intelectuales de su generación, estaba convencido que sólo civilizándose en el marco del capitalismo de su época el país lograría posicionarse de igual a igual con el resto de las naciones civilizadas del mundo. Es la diferencia entre un intelectual de su talla y los dogmáticos que casi dos siglos después se autoproclaman seguidores suyos, que ofertan al votante quimeras libremercadistas baratas, enmarcadas en realidades mundiales imaginarias mientras, con creatividad característica, generan negocios millonarios concretos para las élites de adentro y afuera y se esfuerzan, de manera notable e incansable, por recortar al máximo la soberanía e independencia del país, para subordinarlo de una vez y para siempre a la potencia hegemónica del Norte. Y que, hoy por hoy, ocupan los más altos cargos políticos argentinos.

Alcides Rodríguez

Buenos Aires, EdM, febrero 2024