Fragmento. Once segundos, «La Maradoneida», de Carlos Aletto.

Carlos Aletto (Mar del Plata, 1967) es autor de las novelas Anatomía de la melancolía y Antes de perder, así como de Diálogo para una Poética de Julio Cortázar, por el cual mereció el Premio Municipal de Literatura . También se destacó como editor de la revista «Unicornio, un caballo con suerte» y como director del Suplemento Literario Télam (SLT). En esta ocasión, EdM ofrece a sus lectores un fragmento de novela más reciente, Once segundos (Sudamericana, 2023)

“La Maradoneida”. Capítulo 6 

En el instante en el que mi mamá entró para darme la noticia de la muerte de Maradona yo estaba acá, en el mismo lugar donde siempre escribo. Llevaba doscientos cincuenta y dos días encerrado en esta habitación cuadrada, más o menos proporcional a la jaula de un pájaro. Me había puesto a escribir sobre el canario de la familia. El recuerdo había llegado, a las cinco y cuarto de la mañana, con los cantos de las calandrias y los benteveos, que primero invadieron mansamente mis sueños y luego, desde adentro, con el bullicio me despertaron. Como me levanté de la cama, me senté al teclado. Ni siquiera preparé el mate. Ni me lavé la cara.

Lo primero que intento hacer a la mañana, con la mente fresca, es escribir ficción. Cerca del mediodía empiezo a reseñar libros o a preparar entrevistas a escritores para el suplemento cultural en el que trabajo desde hace once años, cuando dejé la docencia y la investigación universitaria.

Temprano había empezado a contar la historia de Orfeo. El plan de escritura consistía en no ponerme muy sensible con la vida de un canario. La idea central era contar la intimidad diaria de una familia (muy parecida a la mía), pero con la excusa de narrar la historia de las mascotas. La vida del hogar aparecía en segundo plano. Durante esos días de encierro me había sentido más de una vez como el gaucho que encontró la casa tapera y no pudo hacer otra cosa que recordar la época dorada en la que tuvo “hijos, hacienda y mujer”.

Ya había escrito esa mañana, antes de que entrara mi mamá con la noticia de la muerte de Diego, el comienzo del relato. La historia empezaba cuando mi papá llevaba los canarios a la casa que alquilábamos con Gabriela en la calle Estrada del barrio Montemar. Nos quedamos tomando mate en el fondo del parque, debajo de una lamberciana, un enorme árbol que un simple viento suele derribar. De la debilidad de esta planta me enteraría pocos años después, cuando fui presidente de la sociedad de fomento de Las Dalias. El barrio hasta tenía una calle con el nombre “Las Lambercianas”.

Puse un clavo en el tronco del árbol. Colgué la jaula. El árbol de la casa no presentaba ningún riesgo, por la simple razón de que yo todavía no sabía que esa especie se moría por dentro y cualquier viento la podía tirar fácilmente. Ignorar, muchas veces, nos hace vivir alejados del peligro.

Esa tarde estuvimos hablando con mi papá de pájaros.

El barrio Montemar era también, como Las Dalias, una reserva forestal de la ciudad. Todo el tiempo se escuchaban distintos cantos que mi viejo identificaba de inmediato:

—Ese es un zorzal. Esa es una calandria. Ese es el canto del benteveo. Aquel que va allá es un aguilucho.

Desde chico vi a mi papá poner alpiste en los comederos de los jaulones. Llenar de agua fresca los bebederos. Sacar de la chapa del piso la mierda amontonada de canarios, cabecitas negras, cardenales, jilgueros y mistos.

También había escrito esa mañana que mi viejo siempre había sido un apasionado por los pájaros. Recordaba en algunas líneas que en el 71 o 72 (cuando todavía no iba a la escuela), él me había llevado a la casa de Moreno, el dueño de la metalúrgica donde trabajaba. Mientras yo jugaba entre los verdes lustrosos y las sombras de los pinos del parque, lo había visto colocar dos tramperas. Era una tarde de mucho sol. Mi papá cortaba el pasto. Al costado del celeste ondulante de la pileta, apareció por sorpresa la figura de Enrique, su patrón. Desde ahí lo llamó a papá. Me acerqué curioso. Nunca olvidaré el impacto que me provocó verlo obedeciendo órdenes (y por este motivo quedó ese día grabado en mi memoria). Nos bañaba la reverberación de la pileta. El tipo le gritó de forma agresiva y autoritaria que no quería que pusiera tramperas. Que los pájaros tenían que vivir en libertad. Todavía no tendría cinco años, pero recuerdo la angustia y la sorpresa que me produjo que un hombre retara a papá. Una angustia parecida a la que viví una década después, cuando el director D’Umbra humilló a mamá en la dirección del colegio. Me asombró que papá escuchara en silencio. Él solo miraba el piso. Fue y sacó las tramperas sin decir pío. Las guardó en un galponcito con olor a cloro. Sentí en ese momento que yo nunca tendría un jefe. Cuando mi viejo vio que el auto se iba, sin esperar mucho tiempo, entró al galponcito. Salió con las dos tramperas debajo del brazo. Las colocó de nuevo en los mismos lugares. Ahí aprendí que se podía hacer eso: escuchar los gritos del patrón, no decir nada y después hacer lo que uno quisiera.

Ese día, papá se llevó dos cabecitas negras para el jaulón de casa.

En el viaje de vuelta le pregunté si los pájaros no debían vivir en libertad. Él me explicó que un canario vive hasta catorce años en una jaula. En libertad, solo cinco.

—La naturaleza los mata.

Antes de enterarme de la muerte de Maradona, escribí el momento en que Orfeo llegaba a casa junto a otro canario: Argos. A los dos pájaros los bauticé yo. Es una pasión para mí buscar el nombre justo para cada cosa: el título perfecto. Ese año en que mi papá nos regaló los canarios yo estaba cursando latín y griego. Con Lorenzo siempre jugábamos a descomponer las palabras y encontrar el significado de prefijos y sufijos.

—Si no conocés el significado, tratá de descomponer la palabra, por ejemplo: “bicicleta”: “bi” es “dos” y “cleta”, ruedas. “Telescopio”: “teles” es “lejos” y “copio” es “mirar”. “Hepta-thalasso-edimburgués”, un habitante de Edimburgo de los Siete Mares —le decía recordando a Mai, como un chiste personal, íntimo.

Durante años había imaginado a los clásicos ajenos, lejanos y, por el contrario, cuando empecé a leerlos, sentí de inmediato que todas esas historias eran novedosas. Los nombres de los pájaros tenían que salir de esas lecturas. Después de un par de días los bauticé. Al amarillo limón le puse Argos. Si bien era como se llamaba el perro que reconoce a Ulises después de veinte años y muere en ese instante, significaba “brillante”. Argos relucía como el oro. Y me parecía chistoso (no sé por qué) que un pájaro llevara nombre de perro. Un chiste que podría haber hecho mi abuelo Cacho, quien (ahora que lo recuerdo) le había puesto a un perro “¿Cuál?”.

Orfeo, en ese par de días que no tuvo nombre, ya había desplegado un amplio repertorio de gorjeos con sonidos de agua, trinos de flauta, canturreos como campanas y arrullos. Cantaba desde que salía el sol hasta incluso la última luz del día. De crepúsculo a crepúsculo. En una investigación de latín, estaba trabajando con los descensos a los infiernos cuando conocí detalladamente la historia del personaje llamado “el padre de los cantos”: Orfeo había descendido a los infiernos para rescatar a su esposa Eurídice usando como arma la lira. Y casi logra traerla a la vida. No tenía que mirar a la esposa hasta que ella estuviera totalmente bañada por la luz del sol. Orfeo nunca miró atrás, salvo cuando ya estuvo a plena luz y creyó que Eurídice también; sin embargo, al darse vuelta para mirarla, una mancha de sombra del Hades le oscurecía todavía un pie. Ella se desvaneció para siempre.

El canario que llamé Orfeo iniciaba el canto y contagiaba a Argos. Cantaban a dúo. Argos, agotado y derrotado, tenía largos silencios.

En el relato que estaba escribiendo esa mañana, mientras hablaba de los animales de la familia, iba contando mi casamiento, la llegada de Lorenzo y Santino… la vida con las mascotas y sus muertes. Luego, el divorcio. Y al poco tiempo, el nacimiento de Oliverio. La intención era hacer esa parábola de la situación que me había dejado viviendo en el polirrubro quebrado, un lugar que era como una metáfora de vida.

Había trabajado hasta que entró mi mamá; después, no podría pensar en otra cosa que en la muerte de Maradona. Había escrito sobre lo que hice aquel día para proteger a Lorenzo del vuelo eterno de Argos. De forma disimulada, sin decir nada abrí la jaula y lo saqué con un papel de cocina como si fuese un guante. Lo envolví y lo tiré a la basura sobre los huesos del pollo de la noche anterior. Tampoco era para ponerse sentimental con la muerte de un canario.

La yerba del mate de la mañana, las cáscaras de huevo y de papa del almuerzo, el paquete amarillo de galletitas Bagley de la merienda, un pañal sucio de Lorenzo, la yerba de la tardecita, una mandarina podrida, un par de hojas impresas rasgadas en cuatro, el alpiste de la jaula y la caca que limpié de inmediato (no fuera cosa que hubiese algún virus), todo dentro de la bolsa negra de consorcio, fue su sepultura… Dos basureros arremangados, corriendo a los costados del camión, recolectando con una habilidad funambulesca otras bolsas de basura, fueron su cortejo fúnebre.

Me sorprendió que, con la muerte de su compañero de jaula, Orfeo no cesara de cantar. Por el contrario, parecía que se esforzaba por trinar el doble. Con las limitaciones del pensamiento humano pensé en su soledad. Me acercaba e intentaba acompañarlo con un silbido que imitaba su canto. Conocía de memoria sus variantes y me salían (sin su gracia, por supuesto) bastante parecidas. A Orfeo le gustaba escucharme. Saltaba en su palito hasta acercarse a mi cara. Cada vez que pasaba cerca de él, cuando estaba en la cocina, le dedicaba algunos minutos de silbidos e, incluso, algunas charlas. Me escuchaba en silencio. Cuando yo callaba empezaba él con su canto alegre.

La noticia me aturdió. Maradona estaba muerto, decía mi mamá. Lo decían los noticieros de la televisión. Podría ser una fake news. Tenía que ser una mentira. No quería pensar en eso. Estaba entretenido con el relato de un mediodía en el que me había puesto a baldear el caminito del costado de mi casa. El canario estaba a la vuelta del patio. No lo veía. Yo barría la espuma de detergente que se iba ennegreciendo a escobazos. Escuchaba la canción “Todas las hojas son del viento”. Los gorjeos enloquecidos de Orfeo acompañaban a Spinetta. Eso me estimulaba a seguir tirando agua y detergente mientras las baldosas lograban recuperar su color original. A la altura de la canción “Bajan”, dejé de escuchar a Orfeo. El pájaro cantaba todo el día, solo se detenía a comer o beber agua. Me había acostumbrado a su música como el oído del molinero que, según cuenta la historia (creo que la leí en un libro de lingüística que hablaba de la relevancia), dormía plácidamente mientras las astas del molino giraban, y cuando se detenían y la noche quedaba en silencio el hombre se despertaba. Con el canto de Orfeo me pasaba lo mismo: solo me llamaba la atención cuando estaba en silencio. Miré hacia el fondo y vi un gato negro que bajaba velozmente del alero. Tiré la escoba. Salí corriendo, a las patinadas por el piso enjabonado. Llegué a la jaula. Orfeo no estaba.

La chapa y el enrejado del piso de la jaula estaban tirados en el patio. El comedero y la bañadera verde, a un par de metros. El suelo estaba lleno de alpiste y agua. Ni un solo rastro de Orfeo. Me sentí impotente. El universo se achicaba. El piso se me movió.

Busqué por arriba de los ligustros que separaban el terreno baldío por donde había escapado el gato. Ninguna señal de Orfeo. Se me entrecortó el aire. Fui por delante al terreno de al lado y nada. No tuve ni fuerza para volver a armar la jaula. La dejé tirada en su lugar.

El disco de Spinetta había terminado. Pensé que si en el piso no había plumas (ni sangre), quizá Orfeo había logrado escapar del ataque. Fui a enjuagar con una manguera las baldosas en el silencio más absoluto.

Regrese a ver la jaula. Me paré con los brazos en jarra. Empecé a imitar su canto. Primero entrando aire con la boca húmeda, después soltándolo con los labios. En el fondo del terreno alcancé a ver que un pájaro saltaba desde la lamberciana al césped.

Me emocioné. Traté de silbar con más entusiasmo, pero se me entrecortaba el canto. Vi que el pájaro empezaba a acercarse a los saltitos. Como los gorriones en la arena de las plazas. Ya lo tenía a unos metros. Era Orfeo, que también intentaba cantar, pero apenas le salía un ruidito apagado. Ya lo tenía a mis pies. Me agaché y lo levanté. Lo entré en la cocina. Cerré todo y lo dejé sobre la mesa. Busqué la jaula. Cuando volví, él estaba parado sobre el barral de madera de la cortina. Armé la jaula, le puse el comedero, alpiste nuevo, una hoja de lechuga, un pedazo de manzana, la bañaderita con agua fresca. Me acerqué silbando. Desde el barral se lanzó a la palma de mi mano. Lo puse dentro de la jaula.

Lo dejé en el centro de la mesa. Lo examiné desde distintos ángulos. No tenía ni una sola herida. No le faltaba ni una pluma. Me senté a leer tomando mate junto a él. Parecía un sainete costumbrista. Yo leía. Él cantaba feliz. En alguna parte de su instinto sabía que una variante de la libertad era elegir volver a la jaula.

El susto que nos había dado Maradona en Punta del Este en 2000. Era eso. Hasta se había inventado su muerte. Maradona no podía estar muerto. La engañaron a mi mamá. Pobre. Durante el confinamiento se inventaron miles de noticias falsas. ¿A quién se le puede ocurrir que murió Diego? Maradona tenía mucho de Orfeo.

Seguía pensando en lo que ya había escrito esa mañana. Relataba en pocas palabras que a la tardecita, cuando el sol ya anaranjeaba detrás de los árboles, entraba a la casa a Orfeo y a los perros. El canario me escuchaba en algunas noches de soledad, mientras mis hijos dormían y Gabriela estaba de guardia. Repetía en voz alta algunas clases que había preparado. Debe haber aprendido bastante más que algunos alumnos de la facultad sobre la gauchesca, el realismo y el naturalismo en la Argentina del siglo XIX. A la mañana le cambiaba el agua de la bañadera y del bebedero con la puerta abierta. Orfeo se asomaba, pero no salía: se sentía libre en ese espacio. Yo ya sabía, en ese momento, que sería mi último pájaro en jaula.

Orfeo nos daba algunos sustos, como Maradona. La tardecita del 9 de febrero de 2013, cuando fui a poner una rodaja de manzana entre dos barrotes de la jaula, lo vi tumbado de costado en el suelo, en el mismo lugar y en la misma posición en la que nueve años atrás había encontrado muerto a su compañero Argos. El canario había pasado dos noches durmiendo con las plumas esponjadas en el piso, cerca de la bañadera, sin pararse en la hamaca, con la cabeza entre las alas, como lo había hecho toda la vida.

Fui a ver a Gabriela, que estaba en la cinta de correr. Le conté, mientras ella trotaba, que Orfeo había muerto. Me dijo agitada, con la voz entrecortada por el ejercicio, que teníamos que decirles a los chicos la verdad, no había que ocultarlo: Lorenzo tenía diez años y Santino, siete.

Fui al baño. Me tapé la boca por las dudas que se me escapara algún lamento. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Esperé a que los chicos terminaran de cenar y que la mamá se duchara. Cuando escuché la musiquita final de un capítulo de Ben 10, llamé a los chicos a la cocina. Nos paramos los cuatro frente a la jaula.

—Bueno, chicos, les tengo que decir algo. Cuando los animales se ponen viejitos, se mueren. Y Orfeo ya es muy viejito.

Me miraron un par de veces a mí y otro par, a la jaula. Lorenzo rompió el tenso silencio:

—Papá, quiero verlo.

—Yo también, papi —se sumó Santino un poco temeroso. Bajé la jaula. La puse sobre la mesada. Orfeo estaba tirado en el piso, pero como un pequeño Lázaro con plumas, levantó la cabecita y empezó a mirarnos. Se paró y saltó con

un resto de agilidad al palito.

Festejamos con risas, gestos de asombro y abrazos. Nos reímos mucho los cuatro. Fue un momento de felicidad espontánea de la familia.

Maradona solo daba sustos. No se moría. Es fácil engañar a la gente durante una pandemia. Había escrito esa mañana que en el otoño e invierno del 2013, Las Dalias había sufrido una larga temporada de cortes de luz por las caídas de ramas de lambercianas sobre los cables. Para no quedarme sin la computadora con la que trabajaba y sin luz para leer, compré un grupo electrógeno. El aparato era cuadrado, con un tanque de nafta rojo. El arranque era un manguito en la punta de una soga, como el motor de una lancha. Tenía un caño de escape al costado.

El 3 de mayo estaba tratando de ponerle un cierre a un cuento sobre la cacería de ratas en el crucero General Belgrano. Había pasado horas escribiendo en Word aprovechando que esa tarde estaba solo en casa. Quería terminar antes de las siete y media, porque a las ocho jugaba al fútbol como todos los viernes con mis compañeros de la facultad. Atardecía cuando se cortó la luz. Encendí el generador eléctrico, cerré la puerta del garaje para que no llegara el olor de la combustión a la casa. Esbocé algunas ideas escribiendo con una sola mano en el procesador de texto; con la otra me ponía las medias de San Lorenzo, luego los botines, mientras, además, comía una barrita de cereales. Repasé mentalmente: dejaba todo en orden. Puertas y ventanas cerradas. Documentos, buzo y vendas en el bolso.

La electricidad no había vuelto. El cielo de Las Dalias se iba apagando como una brasa de carbón. En un rato iban a llegar los chicos con Gabriela. Dejé funcionando el generador para que no tuvieran que entrar a oscuras a la casa. Dicen que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

Fui a jugar y a las nueve, cuando terminó el partido, salí corriendo de la cancha. No me quedé en el vestuario charlando sobre literatura o cine con Martín Pérez Calarco, Daniel Nimes, Edgardo Berg, Ignacio Iriarte y Alejandro Del Vecchio como siempre, porque esa noche a las nueve y cuarto jugaba San Lorenzo con Quilmes. Despedí a los compañeros, quienes ya conocían el motivo de mi apuro, todos menos Nacho Iriarte, a quien le interesaba tanto el fútbol que, desde que lo conocí, ya había sido de Racing, Boca, River y, en ese momento, estaba buscando un club de la B porque se había cansado de ser hincha de clubes grandes.

—Te escapás porque estamos hablando bien de Macedonio,

¿no? —me preguntó ese viernes luego de elogiar sin ninguna mesura los prólogos de Museo de la novela de la Eterna. Yo, que conocía sus efímeros fanatismos, no dudaba que al viernes siguiente estaría desencantado con el escritor. Como sucedió, por supuesto. Lo escuché, pero me fui de espaldas con una risa que disfruté durante todo el viaje hasta mi casa.

Miré el reloj del auto cuando estacioné en la trotadora del garaje. Eran las nueve y veinte. Abrí la puerta de la reja. El bolso se me caía de un hombro. Tenía las llaves del auto en la boca. Troté por el caminito de la entrada. La puerta de la casa tenía solo media vuelta de llave. Empujé con el hombro. Entré. Tiré el bolso a un costado del hogar. Me acerqué a la cocina. Escuché a Gabriela, alterada, que me decía algo de Lorenzo. Parecía borracha. Notaba que hacía un esfuerzo para mantenerse de pie. Abrí la puerta de la cocina. Los ventanales del comedor estaban abiertos. Recién ahí sentí el olor de la combustión. Corrí hasta el cuarto de los chicos. Lorenzo estaba desmayado. Escuché que en el baño Santino vomitaba. Abrí las ventanas de la habitación.

Gabriela, debilitada, alcanzó a decirme entre jadeos que estaban intoxicados. Que fuéramos a la clínica. Por una hendija de dos centímetros que quedaba debajo de la puerta corrediza del garaje había entrado al resto de la casa el monóxido de carbono producido por el caño de escape del generador. La habitación de los chicos estaba frente al garaje, por eso había llegado más directo. Lorenzo estaba ahí. Fue al primero que cargué en mi hombro y lo dejé inconsciente en el asiento trasero del auto. Luego a Santino. Gabriela llegó caminando hasta el auto. Dejé la casa abierta. El barrio seguía a oscuras.

Conduje en tiempo récord por la costa, con las ventanillas abiertas para que entrara al auto todo el oxígeno que sobrevuela el Atlántico. Llegamos a la clínica. Los recibieron a los tres en urgencias. Los niveles de monóxido en la sangre dieron muy altos en los análisis. Especialmente el de Lorenzo. Los pusieron a los tres en una cámara hiperbárica durante noventa minutos. Quedaron internados esa noche, con máscaras de oxígeno.

Por suerte, de a poco recuperaban la lucidez. Cuando fue tiempo de relajarse y saber que ya no corrían peligro, según el informe del médico, me acordé de los animales, sobre todo de Orfeo. Los canarios se usaban en las minas para predecir los escapes de monóxidos. Eran los primeros en morir, me había contado mi papá. Los mineros los utilizaban de alarma: cuando moría un canario, los trabajadores huían de la mina. Hablé con el médico. Le dejé mi número de celular a una enfermera. Les expliqué que había dejado la casa abierta, que iba a cerrar puertas y ventanas, poner la alarma y volvería enseguida. No comenté nada de mi preocupación por el canario.

Mientras manejaba recordé que Zero y Gala se me habían cruzado cuando cargaba a Lorenzo. El único que había quedado en la cocina era Orfeo. Las luminarias de la calle Beltrán estaban encendidas. Al llegar, las ventanas abiertas seguían a oscuras. Las casas vecinas tenían luz. Había regresado la electricidad al barrio. Cuando entré, el comedor ya no olía a combustible. Fui al garaje para levantar el interruptor de la corriente. Entré a la cocina. Prendí la luz. Me acerqué a la jaula. Desde abajo de sus alas, Orfeo sacó la cabeza. Me dedicó un par de trinos. Le hablé, le dije algo así como que de ahora en adelante en vez de llamarlo Orfeo le iba a poner John McClane, el nombre del personaje de Bruce Willis en Duro de matar.

Al otro día le dieron el alta a mi familia. A Lorenzo, los valores de monóxido en sangre seguían dándole altos y tuvo que entrar de nuevo a la cámara. No sé si era bueno, pero hasta ese momento me sentía con suerte en la difícil tarea de cuidar vidas.

Maradona también era como Bruce Willis. En ningún Duro de matar iba a morir. ¿Cuántas veces lo habían intentado? Diego solo tenía que recuperarse de la cirugía por un hematoma subdural. Nada demasiado grave. Es verdad que se lo veía como en los últimos años a Charly García, un poco abombado por la medicación, pero en el pedestal, elevado, ya inmortal.

Durante todo el invierno de 2013 Orfeo estuvo enfermo. Pensaba que si llegaba vivo a la primavera lo íbamos a tener por un largo tiempo más. Estaba convencido de la fuerza realizadora de la frase: “Hay que pasar el invierno”. Los mayores la vienen repitiendo desde 1959, cuando el entonces ministro de economía Álvaro Alsogaray la dijo. En la secundaria le encantaba repetirla a Carlos Iezzi, el profesor que tuve en Contabilidad en primero y cuarto año. La han repetido tantas veces, entre la burla y el rito, que se terminó grabando en el inconsciente colectivo de los argentinos.

Estuve muchas horas cerca de Orfeo, como si mi vigilancia evitara que Madame La Mort entrara a la jaula. La ponía sobre la mesa a la altura de donde yo leía, como el Hombrecito del azulejo de Mujica Laínez. Algunas tardes de sol, el pájaro se reanimaba y cantaba. El 21 de septiembre, cuando asomaban esos días que tanto le gustaban, de soles, verdes y colores limpios, Orfeo murió. Ese acto era una muestra de resistencia, como esos maratonistas que se desmoronan cuando cruzan la llegada.

En un párrafo breve recordé al soldado enamorado de la hija del rey, que debía cumplir el desafío de estar cien días debajo del balcón para que la muchacha le entregara su amor y el día noventa y nueve se levantó y se fue.

Había dejado tumbado a Orfeo en el piso de la jaula hasta que se despertaran los chicos. Después del desayuno les di la noticia. A ellos no los sorprendió. Les propuse hacer un entierro con un pequeño acto. Se entusiasmaron con la idea. Lorenzo me ofreció una cajita de cartón duro de un iPhone 4s que se le ocurrió se podía usar de ataúd. Lo amortajé con un paño gris de microfibra para limpiar pantallas táctiles. Mis hijos y yo nos convertimos en funerarios. Era un acto paródico, por momentos patético, que sirvió para descomprimir la angustia. Fuimos los tres al terreno de al lado. Hice un agujero con una pala de punta. Saqué una palada de tierra bien negra, húmeda, atravesada por lombrices, ciempiés y gusanos. La fresca tumba tenía la profundidad suficiente para que Santino depositara el ataúd. Nos mirábamos y no sabíamos si podíamos reírnos o no. Fue una ceremonia extraña.

Media hora después de escribir sobre la muerte del canario, entró mi mamá.

Minimicé la ventanita de Word con la historia de Orfeo. Abrí desesperado el navegador de Google Chrome para ver los diarios. Maradona estaba muerto. Encendí el televisor: Maradona estaba muerto. Entré a Twitter: Maradona estaba muerto. Me empezaron a llover los mensajes en el teléfono: Maradona estaba muerto.

La literatura siempre fue un bálsamo. El 25 de noviembre de 2020 se me ocurrió escribir esta historia. Pero nada apaciguó tanto dolor. Como dirían mis paisanos de Nápoles: “Non ci resta che piangere”.

Carlos Aletto