A propósito de Islario fantástico Argentino, por Miguel Vitagliano

Sobre Islario Fantástico argentino en el que se describen las islas del río, las islas del mar, las islas de tierra firme…, de Salvador Gargiulo, Alejandro Winograd, Gonzalo Monterroso y Alberto Muñoz, editado por Ediciones Winograd, 2020. Edición de 50 ejemplares

Los mapas nacieron para inventar verdades. O mejor: para conducir hacia la verdad ciertas convicciones que no eran precisamente verdaderas. No son meras guías para enfrentar lo inhóspito sino, en primer lugar, afirmaciones para expandir lo propio. Cuando Gerardus Mercator diseñó el mapamundi en 1569, y que hasta hoy tomamos de modelo, aplastó ciertas partes del orbe ofreciendo una imagen dislocada de la realidad física: Europa mostraba una superficie mucho más extensa que Sudamérica, que objetivamente casi la duplicaba en territorio. El objetivo era destacar que todo tiende a reducirse cuanto más nos alejamos de lo que su tradición entendía como “centro del mundo”. Mercator no hacía más que repetir la lógica que ya habían puesto en juego los geógrafos griegos tanto como los árabes en sus respectivas tradiciones. 

Ese diagnóstico es la piedra fundamental del ensayo “Mentir con mapas. La invención de la verdad en la cartografía cristiana” que Salvador Gargiulo publicó en 2008 en la revista Conjetural (número 48), y que bien podría ser la brújula de lectura de Islario fantástico argentino, dado a conocer en julio de 2020 en una edición de 50 ejemplares. Siguiendo el modelo de los antiguos bestiarios –hasta en la elección tipográfica de su impecable edición-, Islario describe en su primera parte cada isla del territorio argentino, las del mar como las de los ríos, las del presente y las que se cayeron de los mapas, las islas ínfimas, las buscadas sin éxito, las soñadas, las proyectadas. Y en la segunda, ofrece registros y relatos expedicionarios sobre el Delta del Paraná. Saber de una isla es, en definitiva, una invitación a emprender un viaje para encontrarla, o para dejar atrás la que habitamos como cualquier Robinson. Ese albur es conocido por los autores de Islario, Alejandro Winograd, Gonzalo Monterroso, Alberto Muñoz y Salvador Gargiulo, cuatro como los puntos cardinales y los vientos, que tiran a la suerte la brújula para que algún lector se anime a perderse en su propio mapa.   

En medio de la minuciosa travesía se puede reconocer una isla, por ejemplo, que supo figurar en un mapa de 1529 del cartógrafo Diego Ribeiro, la Isla Jaques, en el interior de la boca del Río de la Plata, y que como tantas otras se perdió en posteriores cartografías. La isla adquirió una particular significación en los días que el marino portugués Cristóvão Jaques (1480-1530) fue enviado por el rey Dom Manoel a proteger las costas del litoral del Brasil de los corsarios franceses. Era una suerte de guardacostas, nos dice el Islario, que protegía también lo que los portugueses conocieron antes que los españoles, el interior del Río de la Plata. La isla con su nombre era un punto estratégico en la contienda, aun cuando se trataba de una posesión provisoria por lo dictado en el Tratado de Tordesillas. Jaques supo perseguir con disimulo a Juan Díaz de Solís (1470-1516), cuando el español iba acercándose a su antropofágico final. Capturó algunos sobrevivientes con muestras de un tesoro que, le aseguraron, estaba escondido en las fauces profundas del Río de la Plata. Los siete náufragos fueron enviados a Lisboa y utilizados para el intercambio de los prisioneros capturados por España en el Caribe. A Jaques lo indignó esa decisión y se prometió no volver a entregar cautivos. Con dos carabelas se lanzó, en 1521, en busca de la perduta gente –diría Dante- del infierno de Solís para conseguir información sobre el fabuloso tesoro. Se internó en el Delta del Paraná y remontó el litoral, pero no encontró apoyo para continuar su pesquisa en el sucesor de Dom Manoel. Ni tampoco en el embajador español al que entrevistó, disimulando su identidad como el mejor espía. Las nuevas que llevaba Jaques eran viejas conocidas para los españoles, así que lo dejaron partir con sus ilusiones. 

Los sueños de tesoros en el Plata se mudaron a otros más efectivos –el encuentro de las riquezas en el Perú (1532) y Potosí (1545)-, o se volvieron pesadilla en 1536, en la fundación de Buenos Aires de Don Pedro de Mendoza. El único metal precioso entre tanto barro eran las islas del Paraná que Jaques conoció antes que nadie. Sebastián Caboto, sin embargo, estableció un fortín en Carcarañá y anduvo dos años buscando el río de los tesoros, temeroso de ser sorprendido por Jaques. Y abatido regresó a España, sabiendo que no era sencillo lo que le aguardaba; había abandonado hacía tiempo la misión de hallar una salida al Pacífico. En el diario de su expedición dejó constancia de la existencia de la Isla Jaques, el tesoro inútil, una “carta robada” en manos del poder lusitano en lo que el Islario define como la Guerra Fría de Tordesillas: apostaban que la posesión otorgara el derecho a mantenerla. La Isla Jaques terminó, sin embargo, perdida en el mapa, y los mapas sucesivos no se dignaron a encontrarla. Asegura el Islario que Cristóvão Jaques tuvo que conformarse solo con el nombre de una calle en el Puerto de Rio Grande, en Brasil; pero uno de los puertos más importantes de toda América Latina.

Salvo los intrépidos del Islario, nadie salió en busca de esa isla. Otros, en cambio, se desvivieron por hallar la Isla Pepys que fue, como descubrimos ahora, inventada por cartógrafos en el XVII “y más rastreada que la Ciudad de los Césares y descubierta y dibujada en la imaginación de crédulos buscadores”. El francés Bougainville (1728-1811) reconoció haberse entregado a buscarla entre 1764 y 1767, desviando la fortuna de sus fuerzas comprometidas en la colonización de las Malvinas. Fue tan buscada como la Atlántida y Eldorado. El bucanero William Ambrose Cowley aseguró hallarla en 1684: una isla de bosques que parecía contener abundante agua. De modo similar la describió el pirata William Dampier, que la encontró también casi al mismo tiempo. Es muy posible que las únicas Pepys halladas, que despertarían también el interés de Lord Byron, no fueran sino las Malvinas. 

Aunque evitando el encandilamiento de lo obvio, el Islario no deja ninguna sin examinar. Desde la isla más grande del país, Tierra del Fuego, hasta Islote Blanco, ese “cupcake de unos cien metros de diámetro” que se vuelve invisible en los mapas, y la Isla Paulina, isla fantasma o isla por adopción –la denominan los autores- porque es una avanzada de tierra sobre el río, en Berisso, muy cerca de la Ciudad de Buenos Aires. En casas de madera y chapa sobre pilotes, viven allí hoy treinta personas, sobrevivientes de los tiempos de la prosperidad del modestísimo hotel y su playa concurrida. O la Isla Huemul, en Bariloche, que conserva el nombre de un homenaje fallido a su primer morador llamado Huenul, Bernardino Huenul. Quizás ese primer error fue un presagio del destino que la isla corrió entre 1949 y 1952, cuando el científico austríaco Ronald Richter la eligió para montar sus laboratorios experimentales. Le había asegurado a Perón que podría generar la energía nuclear más barata del mundo mediante un procedimiento imposible hasta entonces, la fusión nuclear controlada. Richter accedió a explicarlo de manera más sencilla: Imaginemos que fabricamos un sol y que podemos controlar y almacenar esa descomunal energía; eso es lo que haremos. (Cfr.: El secreto Huemul (1985) de Mario Mariscotti). Y por supuesto que no hizo nada de eso; a Richter siempre le faltaba un detalle para lograr lo que conseguiría en una próxima prueba, y le sobraban dotes de fabulador. Perón prefirió clausurar el proyecto. La isla estuvo cerrada durante décadas, o abandonada a los náufragos como la mismísima isla de Morel o de Moreau. 

En 1929, en su paso por Buenos Aires, a Le Corbussier no le tembló la voz al decir que era una ciudad sin esperanza. Para salvarla del ocaso proponía, nos recuerda el Islario, torres vidriadas en pleno centro, autopistas que interconectaran el centro burocrático-comercial con las viviendas alejadas y rodeadas de espacios verdes, y ganarle territorio al río inmenso para construir islas. Nadie consideró esa última sugerencia hasta que Menem, en 1993, proyectó realizar la Aeroísla: dos pistas de aterrizaje, un hotel de diez pisos y un puente para conectar ese territorio de 550 hectáreas ganado al río. El proyecto quedó archivado, nunca olvidado. Tal vez porque remedaba a otro anterior en esa misma zona y que casi pudo ser, el de otro presidente, Alberto Jota Armando (1910-1988), presidente de Boca Juniors en distintos períodos desde 1954 a 1980. En 1964 proyectó construir una isla para fundar la Ciudad Deportiva de Boca Juniors que, como obelisco central, tendría un moderno estadio de fútbol. En los principios de los 70 la Ciudad Deportiva era una realidad popular visitadas por familias enteras y por grupos de adolescentes en sus primeras salidas. Había un parque diversiones, el Parque Genovés, construido con algunos de los juegos prohibidos en el Ital Park, un acuario, fuentes vistosas, una confitería de forma extraña y puentes ondulantes. Faltaba el estadio, eso sí, que prometía su inauguración para 1975, y que se aseguraba sería una de las sedes del Mundial de Fútbol de 1978. Pero apenas se consiguió edificar una escueta tribuna de hormigón de siete escalones que quedó arrumbada entre yuyos y topadoras oxidadas. A principios de los 90, ya muerto el viejo hacedor, el predio fue vendido. Hubo un intento de construir una villa olímpica confiando en que Buenos Aires podría ser la sede de los Juegos de 2004, pero Atenas fue finalmente la elegida. El archipiélago artificial de la Ciudad Deportiva, hoy en día abandonado, ha ampliado su territorio unas 20 hectáreas más de escombros nuevos y las ruinas de siempre. Nadie puede visitarlo, a excepción de los vecinos de la Villa Rodrigo Bueno, que ocupa cuatro manzanas en el territorio de lo que no supo ser.

Todo está en Islario fantástico argentino, un volumen conceptual sobre lo tratado en los mapas y sobre lo no tratado. El lector, quizá, tampoco se resista a llamarlo El Islario, pieza única escrita por cuatro aunque soplada por múltiples vientos. Una novela, si aceptamos aquello que decía Bajtín sobre el primer héroe que definió el carácter novelesco, que no era otro que Sócrates en el Diálogo de Platón: desestabilizar los saberes con la ironía, descentrar lo conforme con lo que se entiende fuera de lugar y que no merece consideración. El Islario tiene, sin duda, un espacio propio en la novela argentina. 

                                                                                               Miguel Vitagliano

                                                                                 Buenos Aires, EdM, mayo 2021