Secretos de un librero: Ley divina, por Raúl Tamargo

Es posible que haya advertido cierto disgusto en mi cara y que ese fuera el motivo de su sentencia. Lo cierto es que dijo no se preocupe, todo lo que se va retorna. La frase me pareció una tontería; una expresión de deseos de esas que pretenden convertirse en ley y, lo que es peor, en ley divina. Mucho después, sin embargo, comprobé que el hombre sabía de lo que hablaba.

      Un caso raro. Se convirtió en cliente por vía telefónica. Escribía un ensayo sobre el gaucho para presentar en un concurso. Comenzó llamando una mujer que lo cuidaba. Era su portavoz, porque él había sufrido una hemiplejia que había lentificado su habla, además de confinarlo a una silla de ruedas. La mujer me dictaba los requerimientos, yo buscaba material, la volvía a llamar para pasarle la información; un nuevo llamado me confirmaba la compra y ella misma pasaba a retirar los libros por el local.

      Cuando el escrito estuvo terminado, el hombre y su acompañante se presentaron en el local, un sábado al mediodía, como lo harían casi sin excepción, los cuatro años siguientes.

      Era un lector voraz. Sus temas de interés eran la política internacional, la sociología, la filosofía, la divulgación científica, el derecho. En algún momento se interesó por la antropología y la arqueología americanas.

     Había trabajado como abogado de la policía. Yo trataba de que nuestras conversaciones no se internaran en terrenos conflictivos. Sospechaba que habríamos de chocar sin remedio. Él, creo, lo sabía. Era naturalmente provocador, pero a la vez, respetaba mis gambeteadas. Los dos teníamos un negocio que conservar. Él era un buen cliente para mí y yo era tal vez el único librero del barrio dispuesto a concederle el tiempo y el espacio que necesitaba. No buscaba material específico. Le gustaba ver y revolver, pero su impedimento físico me obligaba a hacer el trabajo por él. Además de ir ajustando el enfoque de la búsqueda, debía tener en cuenta que el hombre no podía manipular libros de tamaño mayor ni encuadernados en tapa dura. Aun así, hacia el final de su visita (que solía durar una hora o más) el resultado era provechoso. Se llevaba cuatro o cinco libros que pagaba con tarjeta de crédito. Su mujer le tenía restringido el manejo de efectivo. Con la ingenua esperanza de evitar reprimendas a la hora de recibir las liquidaciones mensuales, alternaba sus compras con una u otra tarjeta. Nunca supe si realmente eran gastos excesivos para los ingresos familiares o simplemente caprichos de quien llevaba la administración, lo cierto es que la dueña de casa se puso firme y las compras empezaron a ser cada vez menores, hasta volverse insignificantes. A las limitaciones habituales, ahora se agregaba la de elegir solamente libros usados.

     El hombre se quejaba de su situación sin resignarse, de manera que pasaba largos ratos en el local sin decidirse a nada. Fue entonces cuando le propuse que me trajera libros en canje, como una manera de aliviar los gastos. Al principio funcionó bastante bien. Traía buen material, sobre el que no tenía mayores pretensiones. Se llevaba lo de siempre. Buscaba ajustar su elección a la cotización que yo había hecho de sus libros, de manera que le quedara por pagar un saldo mínimo. Con el tiempo, ya no quería pagar saldo alguno y los libros que traía eran invendibles.

      Yo no sentía simpatía por el hombre. No compartía sus ideas y me disgustaba el trato que le dispensaba a la persona que lo atendía con paciencia y solicitud. La discreción a la que me sometí se convirtió en terreno fértil para que tejiera tramas oscuras sobre el pasado de mi cliente. No obstante, valoraba el hecho de que a los ochenta años, con medio cuerpo paralizado, se interesara por la historia de los colonos judíos en Entre Ríos, por la actualidad de la política exterior norteamericana, por las últimas opiniones de Chomsky y que, agotadas esas instancias, prefiriera leer una novela cualquiera a encender el televisor. Valoraba que hubiera sido capaz de escribir un ensayo al dictado y que, también asistido, se hubiera convertido en internauta.

     Pero la simpatía y la admiración son cosas muy distintas. La primera aspira a la amistad; la segunda sugiere distancia. En esos días en que la relación estaba en franca decadencia fue que me dijo: cuando me muera, todos mis libros serán suyos. No supe qué responder. Pensé que era su manera de pedirme paciencia y nada más.

    No mucho tiempo después, dejó de venir. Por su acompañante supe que ya no podía sostener los libros ni mantenerse recto en la silla de ruedas, pero que todavía le ordenaba comprar algún puro misionero para pitar en la semana.

     Meses más tarde, se presentó su esposa, ahora viuda. Tenía urgencia por deshacerse de los libros de su marido. Quería remodelar el departamento y la biblioteca no entraba en el diseño. Además, pretendía ayudar su proyecto con la venta. Eran cerca de dos mil libros. Me dio facilidades que no esperaba. No hizo falta que me confesara que cumplía instrucciones.

     Me llevó más de un mes catalogar y clasificar la biblioteca. Lo hice con verdadero placer. Cada vez que me topaba con la etiqueta de mi librería, volvía a resonar la frase de aquel hombre, a quien conocí mejor, mucho mejor, a través de sus libros.

Raúl Tamargo

Buenos Aires, EdM, mayo 2013