Contra la soledad de la lectura, por Raúl Tamargo

Hay quienes rechazan decididamente la compra de un libro con subrayados, resaltados o anotaciones en los márgenes. Suelen demostrar su rechazo con pocas palabras o ninguna; apenas un gesto que parece expresar asco. Se trata de una reacción física, como la que produce un olor desagradable.

    En estos casos, no hay conversación que prospere entre el librero y el cliente. Solo me cabe presumir.
    Imagino que son lectores que prefieren suponerse los primeros frente al texto. La aparición de esas marcas de uso debe de recordarles todo el tiempo que alguien más trajinó esos senderos antes que ellos. No pueden tolerarlo, como quien no tolera heredar el abrigo de un muerto.

    Dentro del grupo de los que, con determinación irreductible, no compran libros subrayados, los hay también menos repelentes. Se muestran más abiertos a la charla y esgrimen algunas argumentaciones: sienten los subrayados o las notas como un obstáculo a la lectura; sienten limitada o anulada la capacidad de hacer sus propias anotaciones; aun en el caso de realizarlas, el resultado es confuso, como el de las capas de un yacimiento arqueológico (cliente dixit).
    Hay un segundo grupo cuyo único propósito es encontrar el ejemplar agotado o más barato y manifiesta indiferencia ante las huellas de sus antecesores.
    Lo más interesante se encuentra en el tercero de los grupos: el que acepta a aquéllas de buen grado. En mi experiencia, es el menos numeroso, el más variado y el más conversador.
    Incluye a los que buscan resuelto un esquema de contenido. No lo confiesan, desde luego, a menos que se trate de estudiantes secundarios, frecuentemente más perezosos, pero también más sinceros y habituados a los manuales escolares en los que el subrayado es camuflado con recursos de la tipografía o del diseño.
    Otro subgrupo confiesa disfrutar de una doble lectura o, más bien, de una lectura compartida. Por un lado, está el texto “original”, aquel que el libro presenta repetido sin diferencias en cada uno de los ejemplares de la tirada. Por otro lado, los subrayados son una suerte de texto sin palabras que puede indicar un sinfín de cosas: importancia, originalidad, hallazgo de un concepto, de una destreza narrativa, un error de sintaxis o de ortografía, una contradicción, una palabra cuyo significado se desconoce, una zona cuyo hermetismo exige relecturas futuras. El propio subrayado puede resultar hermético para este nuevo lector. En cualquier caso, determinar las causas del remarcado implica para él, el desafío de una lectura paralela. Establecida una hipótesis, es posible disentir, coincidir, sonreír y, en casos extremos, discutir. Un cliente dio cuenta de ello.
    Conversando sobre estos temas, y para dar testimonio de un hábito que sabía extraordinario, escarbó en el fondo de un morral deslucido, un ejemplar de un libro de poemas de César Vallejo o de George Trakl. Los márgenes estaban completamente cubiertos con anotaciones en dos colores y con dos caligrafías: unas, en lápiz y letra de trazos redondeados; las otras, en tinta verde y letra más pequeña. Mientras mi cliente me explicaba a quiénes pertenecían unas y otras, yo trataba de leer sin que él lo notara (para mí, la lectura es un acto de intimidad; compartir con alguien un libro anotado es como abrirle las puertas de mi casa).
    El momento fue breve como para retener alguno de esos contrapuntos de dos colores en los extremos de las hojas. Sin embargo, puedo asegurar que se trataba de verdaderos diálogos, discusiones a dos voces, coros de aprobación o rechazo.
    -Es muy estimulante –me dijo, quizás adivinando mi perplejidad -No me gusta la lectura solitaria.
    Entonces recordé los tiempos de estudio, en los que discutíamos los textos con los compañeros. Recordé la lectura de la Divina Comedia, compartida con mi mujer. Recordé esas mañanas en las que nos esforzábamos por dar luz a los pasajes más oscuros. Imaginé a mi cliente agregando sus notas a mis notas, que nunca apuntan a lo más significativo de un texto, sino a lo marginal, a lo que ha nacido con destino de borde o de olvido. ¿Qué apostillas agregaría a las mías? Aunque visita la librería con frecuencia, nunca le propuse ese juego.
    Es lector de poesía y de filosofía. Es lector de lectores. No subordina sus compras al grado de uso de los libros, pero a mí me parece ver en su cara un leve gesto de decepción cuando se lleva un ejemplar virgen, aunque se trate del libro que estaba buscando.

Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, ebrero 2012