El pelo, por Juan Cruz Montiel

Si supiera, mi General, lo lindo que es verlo hacer esas cosas… Domínguez lo mira fijo al General, con ojos gelatinosos, mediocres, ojos de salamandra. El General le devuelve una mirada de piedra.
    ¿A qué cosas se refiere, Domínguez?
    Usted sabe… -la voz de Domínguez naufraga en una mar de saliva-, bailar el cha-cha-cha, por ejemplo.
    El General sorbe de su taza de té, mira a sus caniches.
    ¿Se supone que los militares no bailamos?
    Craj craj, la risa de algún adlátere a derecha o izquierda, pero el General no se ríe.
    Usted no es cualquier militar.
    Las manos de Domínguez al nudo de la corbata. Para ajustarlo. ¿El botón del saco? Sigue abrochado, sí.
    A ver, Domínguez, explíqueme por qué no soy un militar cualquiera.
    Yo no dije eso.
    Sí lo dijo (otro buchón, a sus espaldas).
    Quiero decir que usted es único.

    Siga.
    Que sólo hemos tenido oportunidad de verlo en su rol…digamos, de líder.
    El General sonríe. Mira hacia un lado, hacia el otro. Se pasa la mano por la cabeza. Un pelo, un solo pelo rebelde, un pelo hijo de puta, se eleva de entre el pastel rancio y negro, negrísimo pero brillante de gomina.
    ¿Usted me está mirando el pelo, Domínguez?
    No, mi General.
    De esta no zafa (uno que manoteó unas masitas. Habla y las migas vuelan por sobre el hombro de Domínguez).
    ¿Usted se tiñe, Domínguez?
    No, mi General.
    Piensa que teñirse no es de hombres, ¿no?
    No sé qué decirle, mi General.
    Pues bien, Domínguez, yo me tiño.
    ¡Huija con el General! (ya es una patota, todos alrededor de la mesa).
    Tengo setenta años, Domínguez, y no sólo he encanecido espiritualmente.
    Le queda bien, mi General.
    Ay, le keda vian, mi yeneral (en falsete, un petiso con cara de lagartija).
    A lo que voy, Domínguez, es que hago las mismas cosas que el común de la gente. Cosas lindas, como quien dice.
    Domínguez nota que su té ya está frío. O es que siempre lo estuvo. ¿El General toma el té frío? No, el de él está caliente. Sale humo. ¿Cómo puede ser?
    Y sorprendentes, retomó el General, como usted mismo, Domínguez.
    ¿Yo mismo qué, mi General?
    Usted me sorprende, Domínguez.
     (El petiso está calzado. Entonces es de la guardia)
    Los caniches ladran y saltan alrededor del General.
    A propósito, ¿está bien que juegue con los perritos, Domínguez?
    Domínguez no contesta. Detrás del General se para uno de bigotes y le guiña el ojo, socarrón. Pone las manos sobre el respaldo de la silla. La silla donde está sentado el General. Qué confianza.
    Lo que me extraña es que usted me ha acompañado todos estos días, Domínguez…
    A mucha honra.
    La mano del General en alto.
    Déjeme terminar: me ha visto en la plaza de toros –el de bigotes también está armado-, no ha faltado a las cenas. ¿Le gustan los pimientos de piquillo, Domínguez? Son una barbaridad. Pierdo la cabeza por esa delicia, usted me ha visto. Incluso hemos compartido unos buenos habanos, algún que otro scotch…
    Es el más pillo, vivísimo (había un pelirrojo. Domínguez no lo había notado)
    …¡hasta me escuchó cantar! ¿Lo recuerda, Domínguez?
    No sabría decirle, mi General.
    Ah, entonces no lo sorprendí.
    Domínguez siente que alguien le patea la silla.
    Sí, lo escuché cantar, mi General.
    ¿Y qué cantaba su General, Domínguez?
    En esta lo agarra (el pelirrojo anda de campera. ¿O es un gamulán?)
    Cucurrucucú, paloma.
    ¡Bravo, Domínguez! El General amaga a pararse, los brazos a los costados. Le faltan las fuerzas. El General está viejo. La mano del de bigotes, tranquilizadora, roza apenas su hombro.
    Ya ve que no me faltan las fuerzas ni el humor para muchas cosas, Domínguez.
    Yo no dije lo contrario, mi General.
    El caniche blanquito salta junto a la mesa y emite unos chillidos de cerdo. El General toma una masita y la arroja al aire. El bicho la caza al vuelo.
    Usted no dice muchas cosas, Domínguez.
    A Domínguez no le parecía, no: el petiso cara de lagartija le está apoyando el bulto.
    ¿Por qué dice eso, mi General?
    Porque nunca habla de usted, Domínguez, sencillo.
    El nudo de la corbata.
    …de las cosas que le gustan hacer.
    El botón del saco. Abrochado.
    …a ver, cuéntenos, Domínguez, que acá todos queremos saber.
    ¡Que cuente! (la banda en pleno)
    No tengo mucho para contar, mi General.
    No tiene mucho que contar… (es el General: le habla al perrito, al otro, en voz baja, mientras lo toma del hocico).
    Yo lo admiré siempre.
    El dedo del General girando. Continúe, Domínguez.
    Como todo el pueblo, mi General.
    El pueblo es muchas cosas, Domínguez.
    Sí, mi General.
    Este es un chupa (una voz nueva).
    El pueblo es una abstracción.
    La mirada del General hacia el camino de grava que conduce hasta ese preciso lugar del jardín, hacia la mesa de hierro pintada de blanco, primorosa en su dibujo en composé con las sillas, algo incómodas, salvo la del General, con ese almohadón pequeño, casi la forma de su culo, para cuidarle los riñones.
    Algo muy caro para este corazón viejo, Domínguez, ya lo sabe.
    El de bigotes acomoda el poncho o la manta de alpaca sobre el hombro del General. Con una mirada judaica parece decirle: usted sabe que lo amo, mi General.
    Pero el pueblo no es usted.
    El saco le pica un poco a Domínguez, porque es barato. El té frío. El pelirrojo entrando y saliendo de campo.
    Usted es el pueblo, claro, pero el pueblo no es usted, ¿se entiende?
    Finísimo (casi inaudible, el de bigotes, acomodándose el cinturón, o algo detrás)
    Usted es Domínguez, ¿y quién es Domínguez?
    No entiendo, mi General.
    Sí que entiende, Domínguez, haga un esfuerzo: ¿quién es Domínguez?
    Eso, ¿quién es Domínguez? (es el mismo Domínguez, por dentro, ahora nadie habla)
    Un militante, mi General.
    Un militante. Claro. Ayer lo estuve observando, Domínguez. De hecho lo he visto apenas pisó esta residencia. Su General baila muy bien el cha-cha-cha, sí. Y hace muy bien otras cosas. ¿De qué signo es, Domínguez?
    Domínguez se acomoda. Comprueba el saco, lo estira hacia abajo. Casi no se ha movido, a no ser por la mano a la taza de porcelana y la boca tecleando palabras.
    El horóscopo, su signo. Leo, piscis…
    No lo sé.
    No lo sabe.
    La mano del General, apenas temblorosa, buscando ese maldito pelo.
    Mire, Domínguez, sigue sin hablarme de usted y yo lo traje para que me hable, para conocerlo.
    Otra vez el bulto del petiso a la altura del hombro.
    Lo veo en las galas, en mis paseos por la ciudad, algunas reuniones con figuras locales; lo veo entre mi gente, como ahora, y yo no termino de saber quién es. ¿A usted le parece, Domínguez?
    Domínguez calla, se toca el costado. Casi al unísono, el pelirrojo se aparta de la mesa: era un gamulán, nomás. La mano cruzada por dentro. Mira para otro lado, se hace el distraído.
    Para ser un militante usa el saco demasiado ceñido, Domínguez, dice el General.
    Hay un siseo por detrás, alguien apartándose. El petiso, seguro. A la derecha del pelirrojo aparecen dos más, más bien negrazos, como Domínguez, que pierde el eje:
    El pelo, mi General.
    Al General se le alisan las comisuras.
    ¿Cómo dice, Domínguez? Mira hacia los costados, hacia arriba, como un perro buscándose la cola.
    El pelo.
    Domínguez se desabrocha el saco, levanta un dedo hacia la extraordinaria cabeza del General.
    Ahijuna, dice el petiso. Luego, en silencio, hay manos que se posan sobre Domínguez, sobre sus hombros, tironean del cuello de su camisa, le llenan la cara de arañazos, vuelcan el té frío, apartan a cachetazos a los caniches, que se empeñan en tirar tarascones a los tobillos de todos, del pelirrojo, que lleva el gamulán abierto y golpea a Domínguez con algo, pero Domínguez no afloja, mantiene el brazo extendido como un arma, como un fusil que apunta a la cabeza del General y dispara sobre ese único pelo rebelde, orgulloso y flameante como bandera sobre la masa, sobre el pueblo, esa abstracción.

Juan Cruz Montiel (Buenos Aires)